Por Carlos Pantano
Maravillosa. Fabulosa. Ahí estaba, en la vidriera de la juguetería del barrio, la caja amarilla, gigante, con la pista y los autos dibujados que parecían salirse del cartón por la velocidad que traían.
Adentro, un mundo mágico de autos de carrera, pistas, pulsadores, peraltes, guarda rails, y hasta un cuentavueltas que te permitía competir con Las 24 horas de Le Mans. Hermoso. Pero ¿cuánto valía?.
“Estás loco” –decía mi vieja- “apenas nos alcanza para comer y mandarte a la escuela”.
Era imposible. No se podia. Inalcanzable. Un día el juguetero, para mayor tentación infantil, armó la pista en la vidriera: el asfalto negro, las guía metálicas, el circuito ovalado y los autos brillantes esperando que algún chico les diera vida. Todos los días, después de la escuela, me desviaba del camino a casa para mirarlos un rato.
Y un día sucedió. Llegué a la vidriera y el Scalextric ya no estaba. Se había vendido. Esa noche no dormí. ¿Quién sería el afortunado que estaría con la pista en su casa?. ¿Quién sería el que pudo llevarse ese sueño?. Con el paso del tiempo me fui olvidando, aunque de vez en cuando pasaba por la juguetería con la esperanza de verlo otra vez.
Ya grande, gasté el primer aguinaldo en una pista de Scalextric que todavía hoy guardo en la casa de mis viejos. Aquél pibe, cada vez que ve la caja amarilla, sonríe un poco y se le escapa alguna lágrima.
Carlos O. Pantano
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